domingo, 13 de febrero de 2011

Garganta La Olla

Es noche cerrada. Mire donde mire sólo ve silencio, tejados prietos y piedras durmientes. Porque las piedras duermen, sí. Y hablan también. Y mucho. Eso lo sabe el viajero. Tiene experiencia en lo que hablar con piedras respecta. Por eso ha llegado de noche al destino que ahora lo absorbe y lo inquieta. Garganta La Olla está llena de unas y de otras cosas. Quizás, el pueblo extremeño con más leyendas a cuestas. Lo ha leído y lo comprobará recorriendo sus empedradas calles, que algo le contarán; subiendo sus pinas cuestas y ascendiendo por la hermosa e interminable escalinata que conduce a la iglesia; bajando pasillos y estrechas veredas y puentes junto a las gargantas. Ahora no ve la torre, pero mañana la podrá observar con detenimiento. Le han dicho que es extraordinaria. Y de curiosa historia. Pero el silencio es lo que importa. Sopla el viento. Si alguien debía de romper este momento que sea él, pues también tiene cosas que contarle. Y le dice que él es el que se adueña de las calles de Garganta durante la noche. Tiene por compinche a un fiel compañero, el rumor del agua de fuentes y regueras. El viajero anda con pausa, como si no quisiera molestar a ninguno de los dos en su lento caminar. Ya tendrá tiempo de recorrer el pueblo con más garbo, pero ahora se deja guiar por esos sonidos. Y le acompañan también en su descanso, con la ventana abierta. Por ella entra el viento para jugar con las cortinas. Le da igual. Lo venía buscando, como el que espera saldar muchas deudas.

A la mañana siguiente, con el buche lleno y el ánimo sereno, el viajero se dispone a recorrer las calles. Pero ahora con los oídos bien abiertos. Las piedras, las calles, las gentes… Todos tienen que contarle cosas, siempre interesantes y curiosas. Las primeras le dirán que la villa es antiquísima. Del tiempo de los vetones, había leído previamente. Distintos restos de castros así lo atestiguan, pero también de romanos, árabes y huellas de la reconquista hasta que el linaje de la Cerda la separa de Plasencia. Luego vendrían pleitos, guerras, refriegas y hazañas tan eternas como la propia villa. Historias de la historia que al viajero ha repasado y que conoce, pero que deja de lado para saborear cada uno de sus recodos, lugares y paisajes.

Porque de paisajes Garganta la Olla va sobrada. Sierras, gargantas y montes la asedian hasta reducirla en un pequeño enclave que respira y se hace sentir, despierta y vivaz, entre aguas, agujas y bancales. ‘Ad Fauces’, como llamaban a esta villa en la antigüedad. O lo que es lo mismo, entre gargantas. La más grande es la Mayor. Para qué inventarse nombres, si con el que viene ya tiene bastante. La Piornala es otra de ellas. Una y otra repletas de frías y torrenciales aguas que bajan desde los neveros de las cercanas montañas. Azoteas y bancales llenos de castaños, olivos, frambuesos y frutos del país completan una exhuberante vista que se queda corta ante las maravillas que oculta ferozmente su casco urbano.

El viajero levanta la vista y, camine por donde camine, sobre todo por las calles más estrechas, apenas vislumbra el cielo entre tejados y voladizos. En aquéllas, la luz no es más que un pequeño haz que tenuemente expande su calor y se refleja en las encaladas paredes, como si quisiera atestiguar que existe, aunque los tejados no quieran dejarlo ver. Pero hay tantas cosas por ver y por descubrir… Ayudan a ello los carteles indicativos repartidos por todo el pueblo; indicaciones con la historia de cada monumento o casa, lo cual es siempre de agradecer. El resto, lo pone la imaginación del viajero, que es mucha. Eso le sucede delante del domicilio de los Carvajal, familia de rancio abolengo. Uno de sus miembros, concretamente la hija, Luisa, salió algo díscola para la época. Dicen unos que no quiso aceptar amores impuestos; otros, que los que tuvo nunca fueron correspondidos. La leyenda dirá que, sea por lo que fuere, la muchacha huyó de casa y se refugió en los montes cercanos. Tiempo después se tuvo noticia de una joven que atraía a todo aquel que pasaba por su cueva con su belleza y dulces cantos y, allí, se abandonaban al mayor de los placeres. Una vez satisfecha, los mataba. Incluso, el acervo popular recoge datos tan macabros como que la moza, saciada de amor, también apagaba su sed bebiendo agua directamente de las calaveras de aquellos a los que previamente había matado. Vivir para ver. El viajero admira los voladizos y la balconada de la casa. Y se imagina a la moza, a la que han cantado Lope de Vega, Vélez de Guevara y tantos otros, allí, donde ella vivía, tal cual:

“Allá en Garganta la Olla
en la Vera de Plasencia
salteóme una serrana
blanca, rubia, ojimorena”.

Visto lo visto, el viajero no sabría decir si tiene muchas o pocas ganas de encontrarse con ella. Por tanto, decide no tentar a la suerte y continúa su camino Calle Llana abajo (que, de llana, tiene más bien poco). Antes, decide visitar uno de los rincones más bonitos del pueblo, el Barrio de la Huerta, con casas sostenidas por fuertes y centenarias vigas de madera y cuya visión transporta al viajero directamente a la Edad Media. Tras contemplar tan singular y grata vista, desanda el camino y se dirige a la Plaza Mayor. Pero, antes de verla, tiene que cumplir la promesa que hizo la noche anterior. Y, para eso, no le queda más remedio que subir la gradería, esa empinada y dura rampa que conduce a la iglesia. Pero, a mitad de camino, el tormento le regala una impresionante vista de Garganta, de su calle Chorrillo y de las montañas y montes de la Sierra de Tormantos. La iglesia de San Lorenzo es curiosa, interesante. Iglesia, al fin y al cabo, pero lo que realmente llama la atención del viajero es su torre. Primero, porque se construyó después, es decir, que se añadió al conjunto previo. Y, segundo, amén de su carácter defensivo y la magnífica planta que tiene, le atrae la cruz que corona su azotea. La leyenda, otra más, rememora que fue levantada en honor de los que cayeron atraídos por aquella serrana cuya casa conoció en la Calle Llana. Mujer imponente tuvo que ser, desde luego. Tanto, que a las afueras se le ha erigido una estatua que hace justicia a lo que debió ser un bello rostro y no menos atractivo cuerpo.

Similar o, al menos, buen parecido tuvo que ser el de otras mujeres que aquí pacieron y vinieron para aliviar, divertir y entretener a la soldadesca del otro personaje capital que aduvo por estas tierras, el gran Emperador Carlos V. Cerca de la Plaza Mayor, en el comienzo de la Calle Chorrillo, se encuentra la Casa de las Muñecas. Curioso nombre para una casa de meretrices, con su fachada azul (aunque, en la actualidad, se les haya ido la mano con el color) y su estatuilla de piedra en el dintel. Dicen los del lugar que los soldados entraban en ella sobre sus caballos y que, una vez dentro, elegían a la muchacha en cuestión, todas ellas postradas en una barandilla superior. O que, incluso, desde el mismo caballo, aún en el exterior, podían admirarlas subidas en dicha barandilla. Viejos juegos para los soldados de siempre, para solaz de hombres hartos de guerra y ansiosos de placer; tropas custodias de ese hombre que, unas leguas más abajo, decidiera poner su alma en manos de Dios y abandonar el mundo de los vivos para ingresar en el santuario de la historia.

El viajero regresa, andando por la Calle Chorrillo, a su lugar de origen, que no es otro que el que le ha servido de parada y fonda por estos lares. Antes se recrea con la fuente del Chorrillo, la misma que da nombre a la calle. Y le vienen unos versos que leyó previamente a su venida a la villa de Garganta:

“Si piensas que voy por ti voy

a el Chorrillo a beber,

no voy por ti, ni voy por naide,

que voy porque tengo sed”.

Se echa un trago de agua al coleto y descansa. Cae la tarde y el viento sopla recio, anunciando un otoño que será menos duro que el invierno, aunque también se hará notar en estas tierras. No en vano, traerá consigo hojas doradas, suaves atardeceres y una mirada cálida y embelesada tras el encuentro con una villa llena de encanto y de leyendas. Se marcha de ella pero promete regresar por estas tierras. Quedan muchos caminos y pueblos por recorrer. Y no menos historias que contar.
                                                                                                                       Víctor Fernández Correas

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