martes, 8 de marzo de 2011

La dehesa extremeña, cuna de negros tesoros

Amanece en una tierra rica, extraña y extensa. El sol surge tímidamente, como si no quisiera llamar la atención; le cuesta levantarse. Luego, le gustará extenderse por ella, porque ésta es tierra para hacerlo, llana, eterna y agradecida.

La han llamado de todo: una de las últimas y más extraordinarias despensas naturales del mundo; vergel de olores y colores; y patria del animal más provechoso de cuantos existen. Entre otras cosas. Tantas, como extensa es la Dehesa de Extremadura. Tierra de alcornoques y encinas, pastos trufados de bellotas y un prodigio de equilibrio entre el hombre, innumerables especies botánicas y la razas auctóctonas que han hecho su hábitat de la dehesa durante más de mil años contemplan. Sin más secreto que una explotación sostenible del medio.

La dehesa extremeña empalaga los ojos. El verde, más allá de donde alcance la vista, se sube a los retorcidos alcornoques y a las tupidas encinas y, desde allí, otea un paisaje tan bello como estremecedor. Verde, blanco y negro. La dehesa extremeña encarna mejor que nadie los colores de la bandera que aúna ésta con otras tierras del norte y del sur. El blanco son las nieblas de la mañana, que tejen débiles hilos, unos días, y espesas mantas, otros. Y el negro. Cuerpos y pezuñas que son obra y gracia para el paladar, hocicando los suelos en busca del manjar que aquí sobra y excita el paladar que luego deleitará tantos otros.


Si bien es cierto que la dehesa extremeña es el refugio del cerdo ibérico, también lo es de otras especies no menos importantes que él. Porque la Dehesa de Extremadura es tierra de jabalíes y de ciervos, que encuentran su morada en los intrincados bosques, pura virguería mediterránea, que poblan abruptas crestas e inaccesibles quebradas. Las águilas y los buitres contemplan, desde las alturas, tan vasta extensión que, ni batiendo sus alas sin descanso, son capaces de recorrerla por entero sin detenerse a descansar en las ramas de los alcornoques. Y, de cuando en cuando, especialmente en invierno, por aquí también se dejan caer las grullas, sabedoras de que están en una tierra que las trata como ninguna. Alguien les puede haber dicho que las cosas no son como antes, y que manos irresponsables han entrado en la dehesa para cambiar su fisonomía; manos traicioneras, como todo en la vida, insconscientes del valor que aprehenden con ellas. No obstante, quien las conoce sabe que vuelven. Así pasen los inviernos. Podrá existir la irresponsabilidad, pero la naturaleza ya se encarga de ponerle coto. Que, para eso, ella es la que manda. Y más, aquí.

Aunque, realmente, eso también lo pueden decir los cerdos. Tan vilipendiados como adorados. Sabedores de que viven en una tierra especial y de la que saldrán para estar presentes en las mejores mesas del mundo. Será entonces cuando su nombre pase de boca en boca y despierte elogios, sonrisas y satisfacciones. Mientras, el sol se pone en la dehesa extremeña. El horizonte se tiñe de sangre y melancolía; el verde se apaga y todo se vuelve negro. Quizá, por la mañana, la niebla, ese blanco eterno que todo lo oculta y muta, devuelva esta tierra su especial latir. El de la Dehesa de Extremadura.

Víctor Fernández Correas

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