miércoles, 30 de marzo de 2011

Jerez de los Caballeros


Jerez de los Caballeros rezuma historia. Incluso en un caso, la sangra. Fenicios, romanos y árabes sentaron en estas tierras sus reales, de tal manera que primero se la conoció como ‘Ceret‘, posteriormente como ‘Fama Iulia’ o ‘Caeriana‘ y finalmente como ’Xerixa‘ o ‘Xerix‘. Denominaciones distintas para identificar un mismo enclave, propio de cada pueblo o civilización, pues de lo que se trata es de dejar huella. Ninguno de ellos pudo resistirse al encanto de una zona que reclamaba para sí gloria y leyendas. De todo tuvo. Belleza en forma de amplísimas y extensas vegas regadas por el Ardila, afluente del Guadiana; magia en cada imagen que la retina capta, maravillada, desde el balcón del Parque de Santa Lucía, de sus murallas y de la fortaleza templaria; señorío en forma de puertas como las de Burgos y de la Villa, las únicas que quedan en pie y que compartieron, siglos ha, protagonismo con las de Alconchel, Nueva y Santiago.


Y leyendas. Muchas. Acaso, ¿cómo no pudo dejarlas la Orden que más leyendas acarrea a sus espaldas? Los Caballeros del Temple, los ‘Pauperes commilitones Christi Templique Solomonici’, o lo que es lo mismo, la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo. Hay que remontarse hasta el siglo XIII para identificar su rastro por estas tierras del sur de Badajoz. Los caballeros, a las órdenes del rey Alfonso IX de León, toman la villa y hacen de ella la capital de Baylato de Xerex, que comprendía buena parte de los pueblos de alrededor. Momentos de gloria para el Temple. Reyes que agradecen sus servicios, que los quieren a su lado por temidos y que saben de sus deseos de grandeza. Y lo consiguen. Bajo su protección, el Baylato crece en importancia y se hace cada vez más grande. Tanto, que se convierte en uno de los enclaves más destacados de la Orden en la Península.

Bien lo dijo Newton muchos siglos después: “What goes up, must come down”. Todo lo que sube, baja. La física nunca falla. La ley de los cuerpos. Inefable. Tan pronto sube, tanto tarda en bajar. Las envidias, rencores, miedos… Quienes tienen poder por mediación de terceros, saben que ese poder es finito si no ponen remedio para evitarlo. Y los Caballeros del Temple no pudieron, no supieron o no les dejaron hacerlo. 1312 es la fecha que marca su fin. Y dos personajes, el Papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia, sus protagonistas. El primero, por acusarlos de herejía y de malas prácticas. Y el segundo, por ansiar su poder y riquezas, para lo que no dudó en organizar una inmensa campaña de desprestigio contra la orden. Los reinos cristianos no dieron crédito a las acusaciones contra los templarios, aunque se vieron obligados a acatar la Bula Papal y ordenaron a las diferentes encomiendas templarias que renunciaran a la Orden y que entregaran sus tierras so pena de morir como herejes en la hoguera.

La Torre Sangrienta. Jerez de los Caballeros rezuma sangre, además de historia. Sus caballeros juraron lealtad eterna a la Orden, y decidieron defender su dignidad y posesiones hasta la muerte. Cuenta la leyenda que el asedio contra la fortaleza fue feroz, casi inclemente. Pero los caballeros no sucumbieron. Sí fueron acorralados, lentamente, casi sin esperanza, hasta la Torre del Homenaje. Honor y dignidad por encima de todo. Honra por cumplir su palabra y defenderse de las insidias de un rey ambicioso y de un Papa pusilánime.

La honra vale sangre. Gota a gota, resbala por las piedras, las impregna. Honra y honor. Años de lucha, de respeto y de lealtad quedan reducidos a un pequeño espacio, el de la Torre del Homenaje. Los soldados reales degollan a los últimos caballeros que permanecen vivos antes de arrojar sus cuerpos desde las almenas. La Torre del Homenaje mudó de nombre en homenaje, qué paradoja, de sus últimos moradores. Será para siempre la Torre Sangrienta.

Jerez de los Caballeros. Tierra de leyendas. Cuentan allí que el espíritu templario vive, se palpa en cada piedra de la fortaleza. Y en alguna parte más. Nadie lo ha visto, nadie los ha visto, pero son muchos los que en noches oscuras, con la luna ahogada, sin más amparo que las estrellas, han oído a los Caballeros del Temple llamar a sus caballerías. Entonces resuenan sus silbidos. Agudos, como cuchillos que rasgan el silencio de la noche; sonidos del más allá, silbidos de rabia y orgullo. Y silban, dicen, los Caballeros. Los han oído. Silban a sus caballos para que los transporten hasta Tierra Santa. Allí todavía tienen una misión por cumplir: proteger a los peregrinos que marchan hasta ella. Los Caballeros del Temple de Jerez saben que es su deber. Es su destino. Lo juraron en vida. Y así será por toda la eternidad.

 Víctor Fernández Correas

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