miércoles, 23 de marzo de 2011

Un paseo por Guadalupe


El viajero, absorto, escucha en la lejanía el sonido de unas campanas. Sus pasos siguen el sendero del corazón de la vieja Extremadura, escondido, casi oculto, entre la cara sur de las Villuercas y Altamiras. Doblan alegres las campanas. Su sonido se eleva, grave, y llena los cielos, limpios, con su tañir imperecedero. Al fondo, la Puebla de Guadalupe, que trata de esconder en su trazado, pero no puede, el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, santuario de la Patrona de esta hermosa tierra y Reina de las Españas.


Aún queda para llegar a su encuentro. Para ello, baja "en medio de los más espesos y más frondosos bosques que en mi vida he gozado. Jamás vi castaños más gigantescos y más tupidos.  Y nogales, álamos y alcornoques, robles, quejidos, encinas, fresnos, almendros, alisos junto al regato, y todo embalsamado por el olor de perfumadas matas". Así se lo recomendó Miguel de Unamuno y el viajero, que es respetuoso con los que saben, y se deja guiar por sus sabias palabras, lo hace y no tarda en alcanzar el caserío de La Puebla. Casas que se adaptan al abrupto terreno; paraíso de los adobes, de las maderas y de la piedra; voladizos y soportales que roban la luz del sol para jugar con ella, a su antojo, en un quiero y sí puedo de contrastes y sombras.

Lo que ve, le impresiona. Todo lo observa con ojos casi inquisitoriales, ávidos de belleza, que nunca se cansan de aprehender lo que no se puede aprehender, pues es eterno e inmutable. El Barrio de Arriba, de calles empedradas, plazoletas y recoletas fuentes; el Barrio de Abajo, un mosaico de soportales, pórticos y balcones que se suceden por sus calles viejas y solitarias; o los arcos de San Pedro, el del Tinte, el del Chorro Gordo y el de Sevilla. Le vienen vientos frescos, aromas a flores, variadas, por doquier, y un run run cantarín del agua, que abunda y suena clara. De cuando en cuando, y no lo sueña, le llega el dulce tono de una voz que canta. ¡Y cómo canta! El viajero, de nuevo embelesado, se detiene. Tiene que hacerlo. Oye esa voz y la escucha:

"Que me ronde o no me ronde

yo con él m'he de casar.

Y al otro día de casado

noh pusieron de cenar:

una poca ensalá verde

menudita y poco pan.

Y al otro día siguiente

a misa fue el animal;

por tomar agua bendita,

las manos se fue a lavar,

y al jincarse de rodiya

se le fue...

con grandeh gritoh,

lairán, lairán, lairán..."

Por el Arco de Sevilla, luego el viajero entra en la Plaza. Entonces, se queda callado y quieto. Ni escucha, siquiera, el rumor de la fuente. Levanta la vista y lo ve. Ante sus ojos, el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe. Siete siglos de historia y vida lo contemplan. Sabe que en su interior reina la Virgen, ese icono románico que desde el siglo XII despierta la devoción de miles, millones de personas, y que guió a poderosos y a humildes, a ávidos de gloria y a los que escapaban de la miseria en sus lejanas aventuras. De ella se acordaban los conquistadores, espada al suelo, deleitándose de la inmensidad conquistada; a ella se encomendaban los forzados, galeotes y presos que daban con sus huesos en las cárceles del infiel, grande el Mediterráneo, o los que pagaban el castigo de su fe remando hasta la extenuación en los barcos y naves de La Sublime Puerta. El viajero la mira; siente respeto hacia esa diminuta figura negra que tanta pasión despierta y que a tantos corazones llena de esperanza. Aunque quisiera hacer lo mismo, no puede; hace tiempo que cejó en el empeño, pero la respeta y le guiña un ojo con complicidad. Por todos aquellos a los que proteje, que son todos sus paisanos, y muchos más.

Sin embargo, sí que se detiene en sus inmensos tesoros: el museo de libros miniados y de libros corales; las sobrecogedoras pinturas de El Greco, que también dejó su huella por estos lares; el claustro mudéjar con su templete gótico-mudéjar de planta cuadrada; la Sacristía, con sus ocho lienzos primorosamente ejecutados por Zurbarán; la Capilla de San Jerónimo; el Relicario...

El viajero sale al exterior. La luz le recibe. La agradece, tras pasar un buen tiempo al abrigo de sombríos muros y de la soledad que le acompañó en su recorrido por el Monasterio. Ya se ha rebasado el mediodía. El sol, en lo alto, derrama calor, que por estas tierras, fuera de la protección de los voladizos y soportales de los Barrios de Arriba y de Abajo, se hace de notar. Le llegan olores de nuevo. Distintos, suaves, placentereros. Aunque se lo hayan dicho, sabe que aquí no se come nada mal. Se piensa meter entre pecho y espalda lo mejor de lo mejor. Por si, a la vuelta, no encuentra el camino y debe pedir a la Virgen sus favores y milagros. Como lo hacían los galeotes. Y más vale tener el buche lleno. Por lo que pueda pasar.
 Víctor Fernández Correas

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